La prisión domiciliaria convertida en tribuna política

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La prisión domiciliaria que cumple Cristina Kirchner ha reavivado un debate decisivo sobre la igualdad ante la ley, el cumplimiento de las normas y el rol de la Justicia en un contexto tan simbólico como inaudito en nuestro país como el que representa una doble condena por corrupción ratificada por la Corte Suprema de Justicia respecto de quien fue dos veces jefa del Estado. En este debate, el principio que rija no debe ser otro que el respeto irrestricto a la ley. Ni concesiones arbitrarias ni rigores excepcionales: simplemente, que se aplique el mismo trato que a cualquier otro ciudadano en iguales circunstancias.

Lejos de asumir la reclusión con la reserva propia de quien empieza a cumplir una pena por delitos contra el Estado, Cristina Kirchner eligió dirigirse a sus seguidores como víctima de un “proceso de proscripción”, desacreditando nuevamente a la Justicia

Ayer, ese régimen de prisión domiciliaria fue convertido por la propia condenada en una inexplicable plataforma de proselitismo. En su segundo día efectivo de arresto en su departamento porteño, participó burlonamente –aunque desde la reclusión que le impone la ley– como única oradora del acto convocado por sus seguidores en la Plaza de Mayo. Lo hizo mediante un mensaje grabado en el que empleó, una vez más, un discurso confrontativo, demostrando que la prisión domiciliaria, a su juicio, nada le impide para seguir participando en política. Fue una intervención premeditada, orientada a reforzar la narrativa partidaria del “vamos a volver”, sin el menor atisbo de aceptación de los gravísimos hechos por los que fue juzgada y condenada en un juicio en el que coincidió más de una docena de jueces. Lo visto ayer es nada más ni nada menos que la utilización de la prisión domiciliaria como herramienta de propaganda política.

Es un hecho de una gravedad inusitada. Lejos de asumir la reclusión con la reserva propia de quien comienza a cumplir una pena por delitos contra el Estado, eligió dirigirse a sus seguidores como víctima de un “proceso de proscripción”, desacreditando nuevamente a la Justicia. “Estoy firme y tranquila y con la prohibición de salir al balcón. Un cachivache todo”, dijo antes de pronosticar públicamente que el gobierno de Javier Milei “tiene vencimiento”.

El plano real en que las condiciones de detención domiciliaria se ejecutan ha convertido el cumplimiento de la pena en un espectáculo político que desnaturaliza el sentido de la dispensa y vulnera derechos ajenos

La normativa vigente es clara: toda persona condenada, que supere los 70 años o padezca enfermedades graves, puede solicitar el cumplimiento de su pena en su domicilio. Cristina Kirchner tiene 72 años. En consecuencia, su prisión domiciliaria se encuadra en un derecho legal. Sin embargo, la expresidenta demuestra con sus actos que pretende extender los límites de esa legalidad a su gusto y beneficio, convirtiéndola en una inexcusable plataforma de excepción, en una fuente de privilegios contrarios al sentido mismo de la pena.

La resolución del Tribunal Oral Federal Nº 2 fijó condiciones precisas para el cumplimiento de la condena en su domicilio del barrio porteño de Constitución: uso de tobillera electrónica, restricción de visitas, supervisión periódica y la obligación de mantener la paz y la convivencia en el vecindario. El dispositivo judicial se muestra, en este aspecto, alineado con lo que prescribe la ley. Sin embargo, el plano real en que estas disposiciones se ejecutan ha convertido el cumplimiento de la pena en un espectáculo político que desnaturaliza su sentido y vulnera derechos ajenos.

Ayer, sus abogados reclamaron a la Justicia que se expidiera claramente sobre si Cristina Kirchner puede seguir saliendo al balcón de su vivienda. “Parece joda”, opinó la exmandataria en un posteo en X acompañado por la presentación que hicieron sus defensores al respecto. Más allá del lenguaje barriobajero de la peticionante, queda claro que no solo está dispuesta a seguir desafiando los límites, sino que nada le importan los vecinos de su barrio, cuyas vidas se han tornado en un calvario desde que decidió convertir su departamento en una unidad básica.

Pareciera que los condenados son sus vecinos y no ella

En el edificio donde habita y en los alrededores se vive en constante alteración. Pareciera que los condenados son los vecinos y no ella, pues no pueden descansar ni trabajar quienes lo hacen en sus casas, son víctimas de ruidos constantes, de suciedad en las calles como producto de una multitud que grita de día y de noche, que se alimenta en cocinas improvisadas y hasta hace sus necesidades en el espacio público. El vecindario vive inseguro, con miedo. La convivencia pacífica que exige la ley ha sido reemplazada por una tensión persistente que daña la vida cotidiana de personas inocentes.

La defensa de Cristina Kirchner alegó “razones de seguridad” para fijar ese domicilio. Esa fundamentación no parece razonable a la luz de los hechos y, también, a que se expone livianamente en cada salida al balcón. El precedente inmediato del atentado contra su vida –cuya veracidad se investiga–, lejos de justificar su permanencia en un barrio densamente poblado, debió haber impulsado una valoración más precavida, tanto por el resguardo de su propia integridad como por el respeto a quienes la rodean.

Frente a este cuadro, la Justicia enfrenta un reto decisivo: hacer cumplir como corresponde cada una de las condiciones impuestas. No se trata de perseguir ni mucho menos de proscribir. Se trata de garantizar que la pena se cumpla como dispone la ley, sin atajos ni privilegios. Las resoluciones por sí solas no alcanzan: hay que hacerlas valer. La ley no debe ser vapuleada. Todos somos iguales ante ella. Ceder ante la presión callejera o ante la que pueda ejercer un determinado personaje es deshonrarla.

El país entero asiste, por primera vez en su historia, a la ejecución de una pena firme contra una expresidenta por hechos de corrupción. Es un acontecimiento institucional de enorme trascendencia. Que esa condena no pierda contenido en la práctica es ahora responsabilidad del Poder Judicial, que debe recordar que la ejemplaridad no se declama, se ejerce.

La prisión domiciliaria no es un permiso para hacer lo que se le ocurra al condenado ni un subterfugio para suavizar el castigo. Es una modalidad alternativa del encierro, sujeta a condiciones y limitaciones estrictas. Si esas condiciones se relajan o se permiten usos indebidos del espacio privado o público, el sentido de la pena se disipa.

Como se sabe, no hay democracia sólida sin justicia equitativa y no hay justicia equitativa si existen privilegios. El bien común es principio de la democracia, de la ciudadanía y de los derechos humanos. Resulta nefasto que quien ha sido condenada a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos por el delito de administración fraudulenta en perjuicio del Estado siga pretendiendo erigirse en víctima y actuando por encima de las normas. La verdadera fortaleza de las instituciones se mide cuando el poder se somete a la legalidad. Esta es una oportunidad para demostrar y hacer valer que, en nuestro país, nadie está por encima de la ley.


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